TEORÍA DEL CAOS SOCIAL / Capítulo 9 Desobediencia civil: Disparador del caos social (Final) / Andrés Simón Moreno Arreche / ISBN 9789801241312
1.- Resumen:
La desobediencia civil puede ser concebida como un método legítimo de disidencia frente al poder del Estado, que es una forma de pensamiento e ideología admitida en el seno de una sociedad democrática. La entropía social que proviene de esta dinámica dispara vórtices caóticos sobre, en y dentro de las estructuras societales, como una eclosión social que se genera unas veces de manera espontánea; otras, como consecuencia de la declinación de un tipo de organización. Para muchos estudiosos de la conducta humana, el origen de la violencia reside en la naturaleza o esencia humana, para ello se han referido a autores como Tomás Hobbes quien desde el siglo XVI afirmara, en su famoso texto El Leviatán, que la ley que impera en la sociedad es la ley de la jungla, es decir, la ley del más fuerte.
Las temáticas conexas de la violencia, del crimen organizado, de las pandillas de los grupos delincuentes y de la inseguridad son centrales para entender las dinámicas de las sociedades latinoamericanas. En este contexto de violencia y de inseguridad crónica en muchos países de la región, la temática de la seguridad se ha vuelto la prioridad principal entre las demandas sociales de la gente. Fenómenos tan complejos como el crecimiento de la violencia social, el aumento en el consumo de drogas y la desintegración familiar tienen diversas raíces. Problemas de esta índole no sólo tienen un origen político o económico, sino también poseen causas sociales y culturales diversas. La reacción de la posmodernidad plantea la única opción de un escepticismo intelectual que renuncia a querer conocer la verdad. Proclama la supuesta incapacidad del ser humano para conocer el aspecto esencial de las realidades que nos rodean. El pensamiento posmoderno es, en buena medida, un pensamiento débil que se traduce en confusión y relativismo.
Sociólogos e investigadores sociales sostienen que los nuevos malestares sociales de esta época híper consumista y absolutamente ególatra no son consecuencia de las relaciones de producción, porque se trata de un malestar que no requiere de una lectura social, mucho menos política ya que esa pesadumbre es privada, de cada individuo, de la patología de su desajuste emocional porque no ha sabido estar a la altura del tiempo o el destino. Con la posmodernidad se perdió la noción del presente y entonces la realidad se reconvirtió. Y así, poco a poco, los individuos de las sociedades posmodernas fueron abandonando por obra y gracia del relativismo narcisista al nihilismo paralizante, renegando incluso del futuro. La política, como concepto instaurado a principios del Siglo XX, y como promesa de redención social, ha sido derrotada como arma de combate, y el derecho al ‘yo por encima de todo' ha compensado la creciente despolitización de las relaciones sociales.
Pero el malestar social se transforma en un conflicto que deja víctimas. Muchas aguardan en la larga lista de los centros de salud mental, en los despachos privados de los psicólogos, en los servicios sociales o en el paro puro y duro. Son los que sobreviven, los consumidores de anti ansiolíticos, quienes han somatizado la dureza de una vida sin redes de protección en la fibromialgia social de nuestros días. El malestar social se refleja en el sistema de los servicios sociales, públicos y privados, que victimizan las patologías personales haciendo creer al sujeto que es el culpable de su situación.
Frente a este escenario, la desobediencia civil busca inducir a un cambio en normas jurídicas o políticas gubernamentales que se consideran ilegítimas a la luz de los principios que rigen la vida social, es decir, que pretende identificarse con los fundamentos constitucionales del Estado democrático para que los cambios se logren a través de una protesta en la que se apela al, sentido de justicia de la mayoría, esto es, a ciertos valores cívicos que son compartidos por los ciudadanos protestatarios. Los pioneros de la desobediencia civil fueron Thoreau, Tolstoi y Einstein, tres ilustres desobedientes respecto de sus Estados: preconizaron la desobediencia civil del individuo frente al Estado teniendo como referentes el Estado que formalmente les daba su nacionalidad (EE.UU, Rusia, Alemania) pero también fueron críticos del Estado en general como forma de organización social moderna.
Las acciones de desestabilización y de protesta en contra de leyes, normas y políticas oficiales, comienzan cuando se generaliza la desobediencia civil y entonces se genera otro tipo de manifestaciones de inconformidad, que pasan de la inacción y la pasividad de la resistencia social y política, al colapso institucional que deviene ulteriormente, bien en el derrocamiento del gobierno a partir de una rebelión cívico-militar, o bien con el coup d'état que es la toma del poder político de un modo repentino y violento, por parte de un grupo de poder, vulnerando la legitimidad institucional establecida en un Estado, es decir, las normas legales de sucesión en el poder vigentes con anterioridad.
2.- El colapso institucional desde la perspectiva del coup d'état:
Atendiendo a la identidad de sus autores, usualmente presenta dos formas en el coup d'état: el golpe de palacio o golpe institucional, cuando la toma del poder es ejecutada por elementos internos del propio gobierno, incluso de la misma cúspide gubernamental; el golpe militar o pronunciamiento militar, cuando la toma del poder es realizada por miembros de las fuerzas armadas. El pretorianismo es la influencia excesiva del poder militar en el gobierno civil que en muchos de los casos lo llevan a cabo mediante los golpes de estado o pronunciamientos. Más recientemente se ha usado el término golpe de mercado para referirse a los cambios institucionales producidos por presiones de grupos económicos, utilizando mecanismos de desestabilización y caos en la economía.
El colapso institucional se manifiesta de diversas maneras y modos: El golpe de Estado, el autogolpe y la rebelión cívico-militar son las formas más comunes. Cuando los partidos tradicionales han dejado de tener confianza y credibilidad, la acción de los grupos violentos ligados al crimen organizado cuenta con un sólido esquema de base social que les permite realizar, sin problemas, sus actividades. La represión y la acción violenta en contra de los grupos marginados y políticamente inconformes con el gobierno se transforma en acciones brutales y represivas de policías y sicarios y es por esas razones que muchos ciudadanos optan por la afiliación a grupos criminales o delictivos que operan, con toda libertad, en muchas regiones del país que iniciaron sus actividades con la protección y la impunidad que les brindaban los policías y los grupos de seguridad del gobierno.
Así es como previo al colapso de las instituciones, se protegen los intereses de grupos que controla la política nacional al lado de los policías políticos que son los que garantizan la represión en contra de los grupos protestarios o inconformes y así, ante la confusión de que en los encuentros armados se dan entre fuerzas institucionales y delincuentes, se ocultan las represiones y se puede asesinar a muchos luchadores sociales que operan en las regiones marginadas, con la excusa de que se han eliminado a delincuentes que protegían a otros delincuentes de algunas regiones del país, cuando en realidad se trata de grupos guerrilleros urbanos que no quieren reconocerse como tales, porque reconocerlos como tales guerrilleros citadinos un incongruencia política que afecta la presunta estabilidad social que argumentan los gobiernos.
Incluso tampoco se podrá afirmar tal vinculación si una vez planteados y desarrollados sus postulados por parte de una persona o grupo de personas, los mismos son aceptados plenamente por una organización terrorista".Los conceptos tales como no colaboración, boicot, desobediencia civil… Y de quiénes la han empleado, empezando por Antígona y siguiendo por los clásicos Thoreau, Gandhi, King…
500 ejemplos de no-violencia. Otra forma de contar la historia La tesis principal del libro plantea la necesidad de pasar de las acciones de no-violencia desperdigadas a estrategias no-violentas que supongan repensar las formas de acción política y social.
3.- La justificación moral de la desobediencia civil
Con tales antecedentes no es difícil concluir que la justificación moral de la desobediencia civil va de suyo: el deber (que no el derecho) de la desobediencia civil proclamado por Thoreau puede admitir una justificación ética también en las sociedades democráticas. Cabe objetar al respecto la obediencia debida al derecho en tal sociedad. Pero, incluso en ésta, son muchos los autores que justifican la desobediencia civil por razones morales. Así lo ha hecho, por ejemplo, Felipe González Vicent: "Mientras no hay fundamento ético para la obediencia al derecho sí hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia" (1). Y, aunque en términos no tan drásticos, también Javier Muguerza: "Cualquier individuo está legitimado a desobedecer cualquier acuerdo o decisión colectiva que, según el dictado de su conciencia, atente contra la condición humana" (2).
Esta justificación moral (absoluta o en términos personalistas) se basaría en la superioridad del foro de la conciencia del individuo, capaz de captar intuitivamente qué es lo bueno y qué es lo malo, sobre las leyes concretas de tal o cual estado a las que el desobediente se opone. Y la desobediencia será civil siempre que la conciencia nos diga que están siendo violados los derechos humanos o la condición humana. Thoreau afirmaba que "no habrá una nación realmente libre hasta que el estado reconozca al individuo como ente superior del que deriva toda su autoridad y le trate en consecuencia". Y, con matices, está afirmación se halla presente en la mayoría de los defensores de la desobediencia civil. Esto equivale a decir que la desobediencia civil estará moralmente justificada en estados antidemocráticos, pre-democráticos o democráticos representativos mientras el estado siga tratando a los individuos como súbditos y no como ciudadanos en sentido pleno.
Ni siquiera cabe, desde este punto de vista moral, la restricción de que, en un estado democrático de derecho, es obligado respetar la opinión de la mayoría expresada en el Parlamento y recogida en las leyes. Pues es obvio que sólo una teoría estrechamente procedimentalista estaría dispuesta a defender que las democracias realmente existentes son democracias en sentido estricto (gobierno del pueblo). En la práctica de nuestras democracias hay todavía mucho que decir (críticamente) sobre quién es realmente el soberano, cómo se articulan realmente las mayorías y qué representan realmente los partidos políticos que proponen una determinada ley al parlamento (sobre el servicio militar, el presupuesto de defensa, el status de los inmigrantes, lo que hay considerar como familia, la ilegalización de tal o cual formación política, etc.).
Hay, por tanto, condiciones que, incluso en un estado democrático, obligan a considerar hasta dónde es moralmente admisible el principio moral de obligación política y que siguen justificando la práctica de la desobediencia civil. Ocurre que el mero principio de las mayorías no garantiza sin más, a priori, el respeto de los derechos humanos, pues las mayorías pueden decidir actuaciones que contradigan derechos de determinadas minorías. Ocurre también que el principio de la división de poderes, característico de un estado democrático de derecho, no siempre se cumple, de manera que hay circunstancias en que pueden quedar bloqueadas las posibilidades de expresión y actuación de determinadas minorías. Ocurre, además, que en estados democráticos plurinacionales y multi lingüísticos, que son los más, hay conflicto entre el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley y el reconocimiento efectivo del derecho a la diferencia. Y ocurre a veces que, incluso en estados democráticos, y por reacción de la mayoría frente a actuaciones que no han tenido que ver con la desobediencia civil, se produce un recorte grave de los derechos humanos de determinados sectores de la población. Tales circunstancias no son supuestos hipotéticos sino situaciones de hecho que se han dado y se dan en los países democráticos actuales.
Así, pues, en un estado democrático la admisión formal de la desobediencia civil será un síntoma de autocontención, un reconocimiento de los límites del propio estado y del carácter procesual de las constituciones vigentes. Por eso algunas constituciones la admiten formalmente; y por eso se ha podido decir, con razón, que la desobediencia civil es precisamente la piedra de toque de la democracia o el más evidente de los indicadores de la madurez de las políticas democráticas. Teniendo en cuenta la imperfección y los déficits de las democracias representativas realmente existentes, algo generalmente admitido, la desobediencia civil puede considerarse hoy en día no como un síntoma de deslealtad frente a la democracia, sino como una forma excepcional de participación política en la construcción de la democracia. Y no es casual en absoluto el que la afirmación de la desobediencia civil en el marco de ese movimiento de movimientos que es el movimiento antiglobalización vaya generalmente acompañada no sólo de la defensa de la universalización de los derechos humanos que la democracia proclama, sino también de la afirmación de la necesidad de una ampliación de la democracia representativa en democracia participativa.
De ahí que la justificación de la desobediencia civil en los estados democráticos representativos tienda a ser no sólo moral sino ético-política. Cuando en nuestros días los individuos o colectivos propugnan la desobediencia civil (por ejemplo, frente al reclutamiento en caso de guerra, frente a las leyes sobre los inmigrantes o frente a la ilegalización de formaciones políticas que, siendo minoría, alcanzan porcentajes por encima del diez o quince por ciento de los votos emitidos) no están tratando simplemente de salvar su alma (o su conciencia) frente a lo que consideran una ley injusta, sino que su actuación apunta a convencer a la mayoría parlamentaria (o al pueblo soberano) de su error en el ámbito de la esfera pública. Aun aceptando el principio moral de la obligación política, el desobediente tiende a buscar, por tanto, una justificación no sólo moral sino ético-política para su actuación, dado que ésta se produce en el ámbito de la ética de la responsabilidad pública, no sólo en el ámbito de la ética de las convicciones morales.
Al llegar aquí se puede discutir si tal o cual actividad o campaña concreta de desobediencia civil ante una determinada ley aprobada por el parlamento es apropiada, correcta o la más adecuada para alcanzar el fin que los desobedientes dicen proponerse. Pero ésta es una discusión sobre medios y fines, sobre las consecuencias públicas de las acciones colectivas, y tiene que hacerse con los mismos argumentos con los que se discuten las consecuencias, hipotéticas o previsibles, de cualquier otra acción ético-política, incluidas las acciones del partido o coalición que hayan resultado mayoritarios en las elecciones o las acciones de los jueces de los más altos tribunales en nombre del Estado.
Es una actitud típicamente falaz de quienes se consideran representantes de la mayoría o del soberano en un momento histórico dado el descalificar la desobediencia civil ante tal o cual ley aduciendo que el comportamiento de los desobedientes pone en peligro el conjunto de las instituciones democráticas, el estado de derecho o el sistema democrático establecido. La democracia, las constituciones (y, por extensión, las leyes subordinadas, incluida la ley penal) son siempre consecuencia de procesos históricos concretos, y procesuales ellas mismas. De donde se sigue que el peligro potencial para la democracia puede venir tanto de una consecuencia perversa de la crítica (justa) de sus déficits actuales como de la autocomplacencia de la mayoría (por representativa que sea) o del soberano mismo respecto de la democracia realmente existente. Hay ejemplos históricos de ambas cosas. Y el más reciente (el recorte de las libertades al que se asiste en el mundo a partir de los atentados del 11 de septiembre del 2001, denunciado por varias asociaciones de juristas demócratas) apunta precisamente a esto último, a la autocomplacencia o la prepotencia, no al riesgo de la crítica (por global que sea) que los desobedientes hacen de la democracia realmente existente, que, como he mantenido en otro lugar, era y, antes del 11 de septiembre, una democracia "demediada" . Aunque la mediación jurídica (reconociendo la razón o razones de los desobedientes) suele ser decisiva para la autocontención de la desobediencia civil dentro de los límites de la no-violencia, no hay solución exclusivamente jurídica al problema concreto de la violencia que enfrenta, también concretamente, al Estado con un colectivo amplio de desobedientes.
Y no la hay, no sólo porque, en general, como decía Leopardi, el abuso y la desobediencia de la ley no pueden ser impedidos por ninguna ley, sino también porque en la esfera pública, cuando se oponen derecho y derecho, derechos considerados iguales por opciones ético-políticas distintas, caben siempre varias opciones legislativas para mediar en los conflictos específicos.
La confianza y la lealtad de los desobedientes, incluso la interiorización del principio de obligación en un estado democrático, depende precisamente de cómo se oriente esta mediación. La ley ad hoc, criminalizando o ilegalizando la opción que representan los desobedientes (aquella opción de la cual ya no se puede hablar ni siquiera en el estado democrático de derecho), es siempre parte de la dinámica generadora de más violencia y es lo que, en última instancia, hace que el desobediente no-violento, al percibir tal ley como una violencia sobreañadida, acabe contemplando la posibilidad de la legitimidad de la violencia defensiva como una necesidad, como un estado de necesidad.
La confianza y la lealtad de los desobedientes, incluso la interiorización del principio de obligación en un estado democrático, depende precisamente de cómo se oriente esta mediación. La ley ad hoc, criminalizando o ilegalizando la opción que representan los desobedientes (aquella opción de la cual ya no se puede hablar ni siquiera en el estado democrático de derecho), es siempre parte de la dinámica generadora de más violencia y es lo que, en última instancia, hace que el desobediente no-violento, al percibir tal ley como una violencia sobreañadida, acabe contemplando la posibilidad de la legitimidad de la violencia defensiva como una necesidad, como un estado de necesidad.
Cuando esto ocurre es inútil aducir la neutralidad del estado y/o de los servidores de la ley, pues cuanto más se aduzca esta neutralidad tanto más será percibido el acto legislativo ad hoc como una ampliación de la polaridad y de la tensión: el desobediente tenderá a convertir su disidencia o su objeción previa a tal o cual ley anterior, a tal o cual artículo de la constitución, en desobediencia global al estado. Eso ocurrió también en los Estados Unidos de Norteamérica desde mediada la década de los sesenta y ocurre frecuentemente hoy.
Por tanto, la solución a los problemas concretos del ejercicio de la violencia menor derivados de la desobediencia civil tendrá que ser jurídico-política o político-jurídica. Lo que quiere decir: habrá que tener en cuenta el origen y los motivos de la desobediencia, el proceso que ha seguido la misma y las consecuencias previsibles de la legislación propuesta para hacer frente a ambas cosas.
También en esto la radicalidad consiste en ir a la raíz de la cosa. La responsabilidad jurídico-política ante las consecuencias plausibles de los actos legislativos obliga a reconsiderar y evitar aquellos que previsiblemente van a fomentar "la réplica infinita", la espiral perversa por la cual hasta el desobediente civil no-violento empieza a contemplar como una necesidad la posibilidad de una violencia igual contra el estado. Pues la percepción de que se está viviendo en un estado de excepción (declarado o no), en una situación de excepcionalidad en la polis, ha sido siempre, desde los orígenes de la modernidad, desde Savonarola y Maquiavelo, motivo central para la justificación moral y/o política de la violencia (tanto de los de abajo, de los "republicanos", como de las oligarquías y del Príncipe).
Pondré algunos ejemplos que pueden contribuir a aclarar esto. Una solución jurídico-política atenta a los orígenes y al proceso del movimiento de desobediencia civil frente al servicio militar, el armamentismo y la guerra, como el que cuajó en los años ochenta y noventa, ha sido, a pesar de su lentitud y de sus imperfecciones, el reconocimiento, por parte del Estado, de la objeción de conciencia primero, de la posibilidad de un servicio social sustitutorio del servicio militar obligatorio después y, finalmente, de la obsolescencia del reclutamiento obligatorio para ejércitos permanentes. El reconocimiento, en este caso, de la razón de fondo de la desobediencia civil frente a la específicas legislaciones vigentes en numerosos países es lo que ha hecho "discretos" a los insumisos y ha atemperado la "réplica infinita" al aceptar que la mayoría de los desobedientes estaban prestando un servicio a la democracia en construcción.
No se puede decir lo mismo, en cambio, en el caso de las leyes sobre la emigración: la protesta contra la forma en que los Estados de la Mancomunidad Europea –y los Estados Unidos también- tratan a los inmigrantes ha pasado de una fase de oposición a la ley de Extranjería a la propuesta explícita de desobediencia civil precisamente porque la legislación no ha ido a la raíz del asunto (el status de los inmigrantes como ciudadanos de pleno derecho en nuestras sociedades), sino que ha interpolado "inmigración" y "extranjería" para mantener una discriminación inaceptable atribuyendo a "los otros" (en abstracto) un plus de violencia que, en última instancia, sirve para justificar ante la opinión pública acciones violentas del estado que chocan contra el principio de la libre circulación de las personas. El Estado hace así aún más patente la contradicción existente en el sistema entre la afirmación de la libre circulación de mercancías y la prohibición de la libre circulación de las personas. Independientemente de que esta prohibición choque de manera explícita con la letra de la Constitución de esos países, es evidente que choca con uno de los principios ético-políticos básicos que la inspiran, la percepción de lo cual dará fuerza moral en este caso a quien desobedece a la ley.
Ante situaciones similares el desobediente puede argumentar coherentemente contra la pretensión del Estado en general, de todo Estado, a integrar la violencia en derecho, pero cae en incoherencias al negar a la nación pequeña que pretende ser Estado (aunque sea asociado) el derecho que se predica normalmente para cualquier estado ya constituido. Esto es lo que obliga, si se quiere actuar en consecuencia, a retrotraer el problema jurídico a su dimensión política. Y por eso digo que no hay solución exclusivamente jurídica al problema específico de la violencia que enfrenta, también concretamente, al Estado con un colectivo amplio de desobedientes.
Si se quiere restablecer la simetría en el debate sobre violencia y Estado democrático de derecho, y aspirar así a la ecuanimidad sobre la desobediencia civil realmente existente, entonces hay que abordar también, en concreto y con espíritu crítico, la actuación de la otra parte, de la que se declara desobediente. Pues si en el Estado existe una concepción meramente instrumental de la relación entre derecho y violencia esa relación se da también, invertida, en algunas de las actuaciones que se están presentando como desobediencia civil. La aspiración, por ejemplo, a la colectivización de los medios de producción, a la autogestión en la producción, a la independencia de tales o cuales comunidades, a la confederación, a la ocupación de viviendas deshabitadas, a cambiar la forma de estado o a reformar la Constitución (los tabúes actuales de nuestro estado democrático representativo) y la crítica de la violencia estructural o institucional no pueden moralmente hacerse, en este marco, justificando por activa o por pasiva el uso de una violencia igual o mayor que la que ejerce el propio Estado al que se desobedece. Esta, creo, es una buena razón para diferenciar en la práctica entre distintos tipos de desobediencia civil y decidir acerca de ellas.
Si se quiere restablecer la simetría en el debate sobre violencia y Estado democrático de derecho, y aspirar así a la ecuanimidad sobre la desobediencia civil realmente existente, entonces hay que abordar también, en concreto y con espíritu crítico, la actuación de la otra parte, de la que se declara desobediente. Pues si en el Estado existe una concepción meramente instrumental de la relación entre derecho y violencia esa relación se da también, invertida, en algunas de las actuaciones que se están presentando como desobediencia civil. La aspiración, por ejemplo, a la colectivización de los medios de producción, a la autogestión en la producción, a la independencia de tales o cuales comunidades, a la confederación, a la ocupación de viviendas deshabitadas, a cambiar la forma de estado o a reformar la Constitución (los tabúes actuales de nuestro estado democrático representativo) y la crítica de la violencia estructural o institucional no pueden moralmente hacerse, en este marco, justificando por activa o por pasiva el uso de una violencia igual o mayor que la que ejerce el propio Estado al que se desobedece. Esta, creo, es una buena razón para diferenciar en la práctica entre distintos tipos de desobediencia civil y decidir acerca de ellas.
Pero ¿qué pasa cuando hemos de tratar de desobediencia civil en aquellos casos en los cuales no hay colonización ni ocupación propiamente dicha y, por otra parte, la desobediencia no se dirige contra el Estado en general ni aduce la superioridad del foro de la conciencia individual frente al Estado, sino que se presenta como parte de un programa cuyo objetivo es la creación de un Estado propio? ¿No implica esto la potencial aceptación, en los límites territoriales propuestos alternativamente, del mismo tipo de violencia (ejército, policía, cárceles, leyes) que se critica en el Estado realmente existente? ¿Puede el seguidor de Thoreau, Tolstoi, Gandhi, Einstein y Luther King seguir utilizando los argumentos de éstos en defensa de una desobediencia civil que repite en lo sustancial los argumentos jurídico-políticos con que fueron creados los Estados modernos?
De la misma manera que es incoherente negar a los desobedientes de un determinado colectivo o determinada región el derecho colectivo que se admite (o se da por supuesto) para la Nación ya constituida, también es incoherente, vincular la desobediencia civil a un tipo de violencia igual o mayor que la ejercida por el Estado al que se critica. Y es sintomático el que, al intentarlo, quien se declara desobediente se vea frecuentemente obligado a seguir una estrategia argumental simétrica a la del Estado que critica, el mismo que trata de instrumentalizar a la opinión pública proponiendo a ésta que identifique directamente con el fascismo los errores políticos del Poder Ejecutivo o las iniciativas judiciales de una democracia imperfecta o demediada, de la misma manera que el Estado pretende identificar con el fascismo o con el nacional-socialismo al conjunto de los desobedientes dl colectivo desobediente.
Al reflexionar sobre tal estrategia hay que decir que Fernando Savater lleva razón en un punto: hay al menos un intento de justificación concreta de la desobediencia que es incivil. Pues no puede haber reivindicación social o nacional, ni discriminación positiva posible a favor de las minorías (o de las mayorías en un determinado territorio), que pueda justificar moralmente los asesinatos, los atentados, los secuestros, las agresiones físicas y los acosos sistemáticos de personas que dejan así de ser tratadas como personas. Esa conducta que desprecia los derechos humanos fundamentales rebasa con mucho el límite de la desobediencia civil. Intentar vincular tales actuaciones a la desobediencia civil y traer a colación, en ese contexto, a Gandhi y a Thoreau o a Luther King es un sarcasmo. Se puede añadir más: dejar que se vincule el objetivo de la autodeterminación (y de la independencia), en nombre de la desobediencia civil al Estado, con el uso de una violencia ya no simbólica o psicológica sino física, y superior a la del propio Estado, es una deshonestidad ético-política.
En esas situaciones el desobediente realmente civil tiene que decir: "No debemos". Y subrayar el plural. La desobediencia civil es un medio para alcanzar alguna finalidad ético-político: impedir una guerra o ponerla fin, abolir leyes militaristas, denunciar legislaciones que crean injusticias, actuar directamente contra la segregación de tales o cuales minorías o a favor de la autodeterminación, etc.; pero, por lo que sabemos de la historia del siglo XX, deshonrar el medio, como deshonrar las palabras, es un camino para pervertir el fin. El argumento de Savater decae, sin embargo, cuando se amplía la condena ética a todo grupo o persona que, habiendo denunciado explícitamente ese tipo de violencia, se muestra dispuesto, de todas formas, a hablar o a dialogar sobre la finalidad de la desobediencia civil proclamada con quien o quienes no la han condenado específicamente.
Parece obvio que en este caso hay que distinguir entre el juicio sobre el acierto político de tal diálogo, que dependerá a su vez, de lo que se opine acerca del derecho a la autodeterminación y el juicio moral sobre la "civilidad" de la desobediencia, de la misma manera que hay que distinguir entre la corrección jurídica de la ilegalización de tal o cual partido y su oportunidad política. Se puede estar a favor del fin (la autodeterminación), del medio empleado (las acciones directas no violentas vinculadas a la desobediencia civil) y del diálogo en general, y no estar, en cambio, a favor del diálogo en la circunstancia concreta con quienes aceptan la violencia. Desmond Tutu, ha manifestado una posición muy sensata sobre esto, basada en su propia experiencia surafricana y a los propulsores de cualquier desobediencia civil convendría tenerlas en cuenta precisamente para evitar la espiral de la "réplica infinita".
Así planteadas las cosas, la desobediencia auténticamente civil que cabe en la circunstancia de un estado multinacional y plurilingüístico (como Suráfrica o España) que se declara democrático pero en el que hay conflictos serios sobre el nivel de autogobierno de algunas de las nacionalidades, es precisamente aquella que suele denostarse ahora bajo el rótulo peyorativo de "equidistancia". Puesto que la desobediencia civil ha nacido negando justamente el recurso a la forma más alta de violencia, la guerra, tiene que negar también la lógica eminentemente militarista que divide el mundo entre amigos y enemigos. Cuanto mayor sea la conciencia de los individuos o de los colectivos respecto de la justicia de la finalidad o reivindicación principal de los desobedientes frente al Estado, mayor será también el distanciamiento respecto del propio Estado cuando éste reprime o dice ejercer la violencia legal contra esa reivindicación o finalidad.
Pero, al mismo tiempo, cuanto mayor sea la conciencia de la civilidad de la desobediencia, mayor será también el distanciamiento respecto de los medios violentos alternativos utilizados para alcanzar la finalidad que el individuo o la colectividad comparte o considera justa. En esa dialéctica suele ocurrir que si se favorece o se impone circunstancialmente una de las conciencias, sin atender a la otra, la justicia implicada en la desobediencia civil se pervierte. Y lo hace tanto en la búsqueda de justificaciones de la violencia legal contra la violencia excesiva de los otros, como en la insistencia exclusivista en la finalidad para justificar un medio a todas luces excesivo. La equidistancia respecto de lo uno y de lo otro no equivale, ni tiene por qué equivaler a pasividad, a desentendimiento o a no saber distinguir entre víctimas y verdugos. Equivale, más bien, a un distanciamiento ético-político respecto de dos formas de violencia simétricas, ambas excesivas.
La existencia de Estados democráticos puede ser una condición importante para la autolimitación de los desobedientes, para amortiguar la insumisión y hacerla discreta, esto es, funcional al ideal de la democracia y a la coherencia de los medios respecto de los fines propuestos. Y en efecto, es esta autolimitación lo que nos lleva a considerar indecentes aquellas acciones que, basándose en la crítica justa de los déficits del Estado democrático representativo, producen voluntariamente la muerte de inocentes, degradan la condición humana y se equiparan y en algunos casos superan a la violencia ejercida por los Estados, como ocurre de hecho en ciertos casos de ‘terrorismo anárquico', nacido de las mismas entrañas de una desobediencia civil.
A veces se objeta que la palabra "terrorismo" ha sido siempre manipulada por el poder y por los medios de comunicación dominantes (y aún más desde el 11 de septiembre de 2001) y que esta manipulación tiende a exculpar el terrorismo de los Estados y a diluir bajo un mismo término la violencia menor ejercida en nombre del derecho de los pueblos a la resistencia y a la lucha por la liberación de naciones sometidas. Este tipo de violencia ‘liberadora' también se difumina con el terror propiamente dicho, lo cual es cierto en algunos casos, pero no obstante, una vez hecha la denuncia de tal manipulación, y aún desde la compresión de la finalidad que persiguen los desobedientes que se sienten ninguneados por el imperio o por el Estado, siempre cabe la posibilidad de llegar a una definición analítica de "terrorismo" o a una descripción del mismo que supere a la vieja lógica que opera en función de la igualmente vieja polaridad entre amigo y enemigo. Esta definición o caracterización descriptiva del terrorismo incluye actos de violencia contra el derecho a la vida y otros derechos de las personas como los asesinatos, los atentados, las extorsiones de cualquier tipo o modalidad y los secuestros, actos estratégicamente concebidos, que repugnan a la conciencia moral en general, y a la conciencia política en particular, con independencia de la finalidad declarada.
No obstante lo mencionada en párrafos anteriores, la existencia de los Estados democráticos no es condición suficiente para cerrar la discusión sobre toda forma de violencia defensiva, pues de la misma manera que la violencia defensiva es considerada moralmente admisible en el ámbito de las relaciones privadas, ésta, la violencia defensiva, puede presentarse aún, en la esfera pública, como un deber moral en aquellos casos en que, declarándose democrático el Estado, hay dudas serias y fundadas sobre la legitimidad del consenso que ha producido la Constitución, sobre asuntos tan espinosos como la ocupación de territorios en litigio, sobre el establecimiento de bases militares, sobre la usurpación de tierras comunales o sobre la imposición forzada de leyes internacionales que enajenan derechos no escritos de determinadas poblaciones o minorías. En todos esos casos, la desobediencia no dejará de ser civil si, en última instancia, inducida o provocada por la violencia de los Estados, se ve obligada a recurrir a determinadas formas de violencia defensiva. Desde el punto de vista moral, el desobediente tiene que saber que cuando traspasa ciertos límites puede convertirse en lo contrario de lo que quiere ser, como decía Camus del revolucionario, que deja de ser rebelde para convertirse en policía. Y desde el punto de vista ético-político, el colectivo desobediente tiene que saber que el recurso a una violencia de grado equivalente o superior a la de los Estados hará de su desobediencia una actuación tan incivil como la violencia de la mayoría de los Estados que les oprimen.
4.- Estrategias de lucha de la desobediencia civil
El mecanismo de desobediencia civil es un derecho humano. A pesar de no estar consagrado en la Constitución, se encuentra implícito en los derechos de los venezolanos, pues forma parte de los instrumentos internacionales en esta materia. A diferencia de la idea general que tiene la gente sobre este tema, el experto en derecho procesal, Edgar Núñez Alcántara, aclara que el artículo 350 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela contempla la rebelión mas no la desobediencia civil, que en realidad "es una actitud de disconformidad con alguna actividad del Estado que considere injusta, no importa que haya sido dictada con todas las reglas de la ley o si es formalmente válida".
El Artículo 350 de la Constitución Nacional establece que "el pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticas, o menoscabe los derechos humanos". Según Núñez Alcántara, la desobediencia no implica alzamiento contra un gobierno, sino una expresión de rechazo a disposiciones que no se consideran justas. En Venezuela, uno de estos casos es la oposición que han sostenido los padres y representantes de niños en edad escolar, ante la eventual reforma de la Ley de Educación por parte de la Asamblea Nacional.
El tema de la desobediencia civil adquiere pertinencia en el contexto actual debido a las represiones que sufren los venezolanos cuando tratan de expresar su descontento sobre alguna medida del Gobierno. Quienes disienten de alguna política frecuentemente son tildados de "golpistas", "terroristas", o cualquier otro término despectivo que venga a la mente del mandatario nacional.
El presidente del Instituto de Estudios Jurídicos, Aníbal Rueda, coincide con Núñez en que las actividades de desobediencia no implican desconocimiento de la ley, pues son sólo una forma de alzar la voz contra una injusticia. Agregó que "el 350 no implica que tú puedes cerrar una calle para que te maten, si tú realmente desobedeces e infringes la ley puedes ser castigado". Este Artículo Constitucional puede ser interpretado como un alzamiento cuando se considera que el Estado ya no es democrático y la gente adopta medidas violentas para tratar de remover a las autoridades. Para Rueda, es importante que la población conozca en qué consiste la desobediencia civil, pues la definición de esta figura no está claramente predefinida en la Carta Magna de Venezuela y sus acciones pueden confundirse con las de una rebelión militar o una anarquía.
El presidente del Instituto de Estudios Jurídicos, Aníbal Rueda, coincide con Núñez en que las actividades de desobediencia no implican desconocimiento de la ley, pues son sólo una forma de alzar la voz contra una injusticia. Agregó que "el 350 no implica que tú puedes cerrar una calle para que te maten, si tú realmente desobedeces e infringes la ley puedes ser castigado". Este Artículo Constitucional puede ser interpretado como un alzamiento cuando se considera que el Estado ya no es democrático y la gente adopta medidas violentas para tratar de remover a las autoridades. Para Rueda, es importante que la población conozca en qué consiste la desobediencia civil, pues la definición de esta figura no está claramente predefinida en la Carta Magna de Venezuela y sus acciones pueden confundirse con las de una rebelión militar o una anarquía.
5.- El caos social de la desobediencia civil
La existencia del caos, del no-orden, como un reto para el estudio social invita a encontrar las regularidades de lo irregular, las determinaciones de lo indeterminado, el orden subyacente en el desorden aparente. El planteamiento central de esta nueva concepción nos dice que el desorden, la turbulencia, la desorganización y la posterior autoorganización, lo imprevisible junto con lo inesperado son aspectos constitutivos de la realidad social; aspectos que el análisis y la investigación del comportamiento de las multitudes tienen que abordar y desentrañar a partir de la Teoría del caos. Y es que el caos está presente en todas las manifestaciones, organizadas o no, de la sociedad y ejerce una fascinación que ha dado lugar al surgimiento de lo que algunos consideran como una de las principales teorías que ha evolucionado la historia de la sociología post moderna: La teoría del caos social.
Como hemos expuesto en los capítulos precedentes, la existencia del caos social no es una trasgresión conceptual ni una ruptura circunstancial con el análisis del comportamiento de los conglomerados sociales y sus integrantes, sino que forma parte constitutiva de la naturaleza de la sociedad. La idea de que el caos, el aparente desorden, la indeterminación y la incertidumbre puedan explicar el comportamiento azaroso de las multitudes, va más allá de las concepciones estructuralistas de la Psicología Social en general, pero en particular de la forma, el modo y las consecuencias en que se ha abordado el estudio y comprensión de las manifestaciones grupales que acompañan a la desobediencia civil.
La mecánica cuántica, concebida a partir del principio de indeterminación de Heisenberg y de la constante de Planck entre otras teorías, abrió al investigador social un mundo de incertidumbres y probabilidades, mientras que la teoría espacial de la relatividad ofreció nuevas descripciones del tiempo: la propagación del tiempo subjetivo, la bilocación virtual del tiempo paralelo, ubicuidad temporal de las realidades recíprocas, etc. Estos precedentes de la teoría del caos, junto a la matemática de Mandelbrot, generaron grietas en el paradigma mecanicista y su mundo ordenado, pues la teoría del caos evidenció que de hecho existen dimensiones subyacentes al mundo ordenado de Kepler y de Newton; dimensiones que se configuran en la sociología del caos como espacios de incertidumbre, probabilidad, impredictibilidad, no-linealidad, complejidad e irreversibilidad o bifurcación que se manifiestan en el comportamiento de las masas como ausencia de orden aparente, o vacíos superficiales de acción, bajo los que bullen comportamientos sociales que luego van a ser catalogados de inesperados, ilógicos o erráticos.
Este es el escenario en el que caos y desobediencia civil se encuentran y se auto evidencian.
Como se puede inferir, en la ‘sociología del caos', los sucesos no ocurren al azar, pues aunque las condiciones iniciales sean determinantes, el producto obtenido -por ser dinámico y complejo- entraña un resultado prácticamente impredecible. Su aplicación se basa sobre tres supuestos:
a) Sistemas sociales simples pueden generar comportamientos colectivos complejos.
b) Sistemas sociales complejos causan comportamientos grupales sencillos.
c) Las leyes de la complejidad social tienen validez universal y se despreocupan de los detalles del micro-componente de un sistema social.
Podemos inferir que el caos social no es más que una inagotable fuente de creatividad organizacional porque todo proceso social recorre un ciclo más bien caótico, que en algunas sociedades se manifiesta en forma de yuxtaposición y en otras de sucesión, pero en ambas abarca cuatro momentos, (Entropía, controlentropía, fase caótica y negentropía) los cuales se enfocan en mantener bajo su control los procesos entropizadores, tanto hacia el interior como al exterior del sistema. En las sociedades, el caos comienza como una crisis de percepción. Lo que parece no necesariamente es ‘lo-que-es' y la percepción se convierte en la realidad para los perceptores. Esa situación, en la que tiene mucho que ver los ‘agentes' ductores y manipuladores de la opinión pública, la llamamos ‘vórtice social', que como los vórtices que se suceden en la naturaleza, es un sistema aparentemente desordenado pero que en conjunto representa un orden distinto, inesperado, fatal para el statu-quo en muchas ocasiones. El vórtice social se presenta, bien de manera espontánea por acumulación social de pequeños cambios, bien de manera accidental o provocada por variables endógenas o exógenas.
La desobediencia civil nace y se nutre de esa crisis de percepción dado que los sistemas sociales se desestabilizan y al hacerlo entran en una fase caótica. ¿Por qué acontece esto? Porque se cumple el Principio de la Turbulencia de la Ley del Vórtice, el cual asegura que las organizaciones sociales, aún las más estables, requieren para su desarrollo la ambigüedad de saber y no saber, de lo inadecuado, de la incertidumbre, de la alegría, del horror, de la aceptación de los rasgos metamórficos y no lineales de la realidad, es decir todas las facetas del caos creativo. En términos de la dinámica de fluidos, el flujo social turbulento que produce la desobediencia civil es un régimen de movimiento intensivo de masas caracterizado por una baja difusión de momento, alta convección de individuos insatisfechos y cambios espacio-temporales rápidos de presión social y de velocidad espacial.
Aún aquellos procesos de cambios sociales turbulentos vividos por la humanidad, traumáticos y devastadores, han sido precedidos por un conjunto de señales sociales y de signos culturales que no sólo alertaron de esos cambios, sino que de alguna manera presagiaron lo que habría de ocurrir. La incapacidad intelectual o la ceguera circunstancial que impidió esa lectura previa, de ningún modo hacen desaparecer de la historia la existencia de su alarma temprana y aunque el caos social es por definición impredecible, el análisis de sus escenarios, el rol de las masas y el papel de los protagonistas que lo inducen, permite inferir las características de su turbulencia a futuro inmediato y sus posibles efectos.
El caos social que se evidencia a partir de la desobediencia civil es una manifestación externa de la decadencia interior de la sociedad, decadencia paradójicamente necesaria si se analiza el carácter dinámico-entrópico de la evolución de los conglomerados sociales. El desorden, la turbulencia, la desorganización y lo inesperado son aspectos constitutivos de la realidad que la modernizada investigación social tiene que abordar y desentrañar, pues como hemos afirmado en párrafos precedentes, se trata de una aparente paradoja del pensamiento que cuestiona las concepciones deterministas, introduciendo la idea del desorden como generador de un nuevo orden.
Aunque la desobediencia civil es una forma de disidencia política, desarrollada especialmente por los movimientos en defensa de los derechos civiles y políticos como una ‘objeción de conciencia' destinada a una quiebra consciente de la legalidad vigente, con la finalidad de buscar una dispensa a un deber general de todos los ciudadanos para suplantar la norma transgredida por otra que es postulada como más acorde con los intereses generales, ella (la desobediencia civil) se convierte en uno de los disparadores del caos social cuando sus objetivos logran permear por entre las diferentes capas del entramado social y con ello induce una convocatoria masiva, que es inesperada para el régimen o la autoridad.
El rasgo más característico de la desobediencia civil es su ejecución consciente, pública, pacífica y no violenta, manteniendo una actitud de protesta contra la autoridad; a pesar de ello, la desobediencia civil suele transformarse, con el pasar de los días (y más como resultado de la contraofensiva ‘oficial') en una resistencia no violenta, resistencia que suele mutarse en caos social cuando se generaliza sin control en el seno de un conglomerado, o cuando el motivo que la origina no es atendido dentro de un lapso, que es variable y está en relación directa con la percepción de gravedad que le otorgan los miembros activos y pasivos de esa resistencia; entonces se aviene un momento, llamado de ‘inflexión social' que convierte al conglomerado en masa incontrolable, y a la acción originaria de desobediencia pacífica y de resistencia no-violenta, en caos social.
Producido el momento de ‘inflexión social', la resistencia no violenta deviene en ‘resistencia activa', que a diferencia de la desobediencia civil (otras veces denominada resistencia pasiva) puede adoptar formas violentas y es justificada sólo como medida extraordinaria para restablecer el orden democrático en general, cuando éste se ha perdido; no como mecanismo cotidiano de influencia en las deliberaciones y toma de decisiones políticas dentro del orden democrático.
Para comprender por que se manifiesta ese ‘momento de inflexión' caótico hay que volver la mirada a Habermas y a su afirmación sobre el Estado de Derecho, al cual concibe no como una construcción acabada, sino "una empresa accidentada", construida en un proceso a largo plazo, que nunca ha sido lineal y sin tropiezos. Habermas tiene claro que uno de los principios básicos del moderno Estado constitucional es la seguridad jurídica de los ciudadanos pero sabe que es necesario mantener viva la desconfianza ante la falibilidad de las leyes y los legisladores para que exista la posibilidad de corregir e innovar las normas.
Sin esta posibilidad de auto-reconstrucción que surge del caos (caos que a su vez nace como consecuencia de los controles entrópicos del Estado), se socavaría la aspiración democrática de que ese Estado constitucional moderno sea reconocido como legítimo, libremente y por convicción hasta por los mismos ciudadanos que en un momento dado ‘caotizan' sus estructuras, para que de ellas surja, como el ave Fénix, de sus cenizas aunque sin la terrible espera de los 500 años que necesitaba Phoenicopterus para renacer.
Sobre el Autor
Comunicólogo estadounidense con residencia en Venezuela. Licenciado por la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas como Comunicador Social (1975). C.E.O. de Creatividad Estratégica C.A. donde realiza asesorías para la imagen y la identidad corporativa de empresas y corporaciones y diseña campañas persuasivas para personalidades, ONG's y partidos políticos. Profesor universitario y escritor. Es autor de 5 novelas, 2 libros de cuentos breves y 5 de poesías, así como también de dos ensayos: 'Teoría del Caos Social' y 'Leyes y Principios Estratégicos de la Guerra Comunicacional', sobre los que versan sus conferencias internacionales.
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